Se había marchado hacía mucho
tiempo. El padre acabó resignándose, era un mal hijo, no había que darle más
vueltas. Pero la madre no dejó un solo día de esperar su regreso. Todas las
tardes, a la caída del sol, se sentaba en la puerta de casa, mirando al fondo
de la calle, por donde se iba hacia las huertas, diciéndose que, de un momento
a otro, le vería aparecer. Pasaron los días, los años, monótonos, tercos, sin
hacerla desistir de su espera. Su marido, a veces, se la quedaba mirando y entraba
en la casa sin decir nada, mientras ella fingía que no se daba cuenta.
Mientras esperaba, sentada en la
silla, rezaba pidiendo lo que acabó por considerar un milagro. Acudió a
videntes que, tras estudiar caracolas, posos de té, vasos de agua medio llenos,
le aseguraban que no debía perder la esperanza, y ella volvía con renovada
fuerza a su cita frustrada de cada tarde. Sólo en una ocasión, aquella vieja
del pueblo, tras echar las cartas varias veces, pronunció palabras oscuras y
amenazadoras. Ella prefirió no hacerle caso, pensó que chocheaba.
El tiempo se llevó por delante al
padre, que acabó muriendo sin que ella casi se diera cuenta. Después del
entierro, volvió a sentarse en la puerta de casa, con el rosario entre las
manos, haciendo promesas.
Sin embargo, aquella tarde no había
salido a la puerta.
Llovía con fuerza, y ella había instalado su puesto de
observación dentro de la casa, sin dejar de mirar hacia la calle azotada por la lluvia. Entonces
lo vió llegar, una mochila al hombro, desdibujado por el agua y la distancia. La madre
entornó los ojos, tratando de distinguir mejor aquella forma de caminar
inconfundible. Según se fue acercando comprobó que no se había equivocado.
Lanzó un grito de júbilo, soltó el rosario y salió a la calle atropelladamente,
indiferente al agua que la
empapaba. Se abrazó a él, musitando que lo sabía, que lo
sabía desde siempre. Él la pasó un brazo por los hombros, y ella notó que
estaba muy delgado. Entraron juntos a la casa. La madre le condujo a la habitación. Él se
sorprendió al ver que estaba limpia, la cama recién hecha. Ella dijo
sencillamente: “sabía que vendrías”.
Al día siguiente, la madre preparó
la comida que más le gustaba de niño, y él la celebró diciendo que se había
acordado de sus guisos muchas veces. Ella quiso entonces saber dónde había
estado, qué había hecho, pero él miró al plato, silencioso, y ni en ese momento
ni después dio ninguna explicación. Todavía ella intentó preguntar alguna otra vez,
pero la respuesta siempre era un silencio obstinado, el ceño fruncido, y dejó
de insistir para no molestarle.
Durante un tiempo, él se dedicó a
trabajos ocasionales, de los que volvía siempre cansado y contento. Ahora, la
madre esperaba sentada en la puerta sólo por el gusto de verle venir, al caer la tarde. Cuando
llegaba, se levantaba de la silla, le daba un beso y se marchaba a la cocina, a
preparar esos platos que le gustaban. Pero un día se retrasó, la noche había
caído hace tiempo cuando le vio venir por el fondo de la calle, la cena estaba
en la mesa, ya fría. Le preguntó qué había sucedido, y él dijo, con mala cara,
que tenía derecho a tomarse una copa con los amigos. Ella prefirió no darle
importancia, olvidar la angustia de las horas pasadas esperándole, temiendo que
no volviera. Después, se acostumbró a que muchos días la cena se enfriase antes
de que él apareciera, o a oírle llegar de madrugada, gritando incoherencias de
borracho. Ella entonces aprendió a ignorar su propia angustia, los chismes
malintencionados de las vecinas. Lo único importante es que había vuelto a
casa.
Una noche, ya acostada, oyó sus
pasos inciertos, acompañados esta vez una risa femenina y estridente. Metió la
cabeza bajo la almohada y repitió sus gastadas oraciones, intentando no darse
cuenta de lo que sucedía en la habitación de al lado. Pero al día siguiente no
tuvo más remedio que enterarse. Mientras preparaba el desayuno, una mujer se
asomó a la puerta de la cocina, mirándola con sorna. En los labios tenía un
cigarrillo que dejó un rastro de ceniza en el suelo. Desapareció sin decir
palabra, y poco después la puerta de la calle se cerró con un golpe brusco.
Ella siguió trajinando y no mencionó el encuentro a su hijo, cuando apareció, sin
afeitar y en pijama. Sólo le preguntó si aquella mañana no iba a trabajar. Él
se encogió de hombros y dijo que le habían despedido. Después, preguntó con
aspereza si no estaba todavía el desayuno. La madre acabó de prepararlo y se lo
puso delante sin decir nada.
Las risas se repitieron varias
noches. Ella aguardaba en su cama, tapando el ruido de la habitación de al lado
con sus rezos. No volvió a encontrarse con la mujer en la cocina, porque
aprendió a permanecer en su cuarto hasta que oía sus tacones alejarse por el
pasillo, camino de la puerta.
Después, descubrió que faltaba parte
del dinero que guardaba en un sobre, dentro de un cajón de la cómoda. Pensó que
se trataría de una equivocación, quizás había gastado más de lo que creía.
Pero, pocos días después, encontró el sobre vacío. Miró el monedero, pero
tampoco allí encontró nada. Cuando el hijo volvió, ya de noche, le preguntó si
sabía algo del dinero. Él no negó, le dijo que lo había cogido; al fin y al
cabo lo necesitaba más que una vieja como ella. La madre se tragó el disgusto y
no respondió.
Incapaz de aguantarlo por más
tiempo, un día se armó de valor. Cuando llegó por la tarde habló con él, le
pidió que dejara de beber, que buscara otro trabajo. Él la miró con ojos
vidriosos, farfulló que no se metiera en cosas que no entendía y le dio un
empujón. Desde el suelo, ella le vio alejarse hacia el dormitorio. Se incorporó
con dificultad, apoyándose en la pared más cercana. Le dolía el hombro, se lo
había golpeado al caer, pero no era eso lo que más le dolía. Fue a la cocina y
se quedó allí mucho tiempo, sentada delante de la mesa, diciéndose que debería
levantarse y preparar la cena, se estaba haciendo tarde. Al fin, se puso en pie
con dificultad, se acercó a la alacena y rebuscó en el cajón, sin hacer caso de
la punzada de dolor que sentía en el hombro. Avanzó temerosa por el pasillo,
hasta la puerta de la habitación del hijo, apoyó el oído en la puerta y sintió
sus inquietos ronquidos. Abrió la puerta con cuidado, para no despertarle y le
miró largo rato, dejándose invadir por la tristeza. Luego, sacó el cuchillo de
debajo del delantal y se lo clavó con todas sus fuerzas en el pecho.
Caminó despacio hasta la puerta,
cogió su silla y se sentó afuera, el rosario entre las manos, mirando la calle
que se perdía hacia las huertas, cada vez más oscura mientras caía la noche.
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