jueves, 9 de mayo de 2013

DE VUELTA


Uno de los privilegios de la edad, piensa gata vieja, es que una puede permitirse el lujo de ir más despacio, se acabaron las urgencias; total, nadie te espera. Así que una de sus distracciones favoritas es subirse al tejado al atardecer, tendida sobre las tejas que aún conservan el calorcito del sol, y pasar el tiempo viendo las evoluciones de las golondrinas, con sus chillidos como música de fondo.

Cuando se marchan, en esa hora en que la luz del día se vuelve cada vez más azul, conviene esperar a que salga la luna, mejor si está bien llena, y ver cómo sube por el cielo, y cómo, obedeciendo tal vez a su llamada, los gatos jóvenes salen de cortejo, mientras las gatas les aguardan impacientes, a pesar de su fingida displicencia. Luego, son sus gritos de éxtasis los que sirven de música de fondo a las reflexiones de gata vieja, y ella sonríe indulgente, pensando que no es tan malo estar ya de vuelta de todo eso, pasada de calores como quien dice, viviendo la vida como se presenta, sin especiales ansias, sin pedirle nada.

Pero entonces, aparece por la esquina un macho, no muy joven, no especialmente bello, pero sí con un aire de seguridad y aplomo que ella no puede sino apreciar. Contempla sus pasos firmes y cautelosos, las orejas erguidas, el reflejo de plata que la luna pinta en su lomo, y no puede evitar un estremecimiento ya olvidado. Se sacude, perpleja, mientras él gana el siguiente tejado con un salto ágil; ni siquiera la ha visto. Gata vieja sonríe para sí, irónica, y vuelve los ojos hacia la luna que reina en el centro del cielo. “Esto es culpa tuya”, reprocha en silencio, “vaya bromitas me gastas, hermana”.