Lo de Ed no son los museos, sobre
todo después de aquella experiencia traumática en el Louvre, que de repente se
quedó sin puerta de salida, y él ahí, dando vueltas, asediado por vigilantes
feroces. Sin embargo, a veces tienen utilidades marginales, aunque no por ello
desdeñables. Por ejemplo, un mediodía en Toledo, con 40º, hace apetecible
echarle un vistazo al flamante museo del ejército y su excelente climatización.
Además, el precio es inferior al de la catedral, que para colmo le pilla más
retirado y, ya puestos, tanto da un santo en éxtasis -o perjudicado, que viene
a ser lo mismo- como una fiel espada triunfadora. Así que entra en el enorme
edificio y compra una entrada, sin hacer mucho caso al cartel que proclama,
altivo, la indisoluble unidad de la nación española, y que él confunde con un
anuncio de aspirinas.
Con lo que no ha contado Ed es con
los efectos secundarios. No lleva demasiado tiempo entre pendones mohosos,
cañones que ni se acuerdan de la fecha en que perdieron su última batalla y
armaduras imposibles de usar, cuando empieza a sentirse mareado. “Pues,
síndrome de Stendhal no va a ser”, piensa, echando mucho de menos una birrita y
una aspirina de ésas del anuncio, o mejor, un toque antisistema, una pintada de
mecagüenlaputamili, por ejemplo. No obstante, pensando en el calor que hace en
la calle -y en que ha pagado la entrada- decide resistir como un hombre, a
pesar de que las encantadoras colecciones de soldaditos, reproducción de
escuadrones varios, le miran con expresión aviesa, y vaya, son pequeños, pero
son muchos.
Resiste, pues, hasta que desemboca
en una sala presidida por una bandera de tamaño monstruoso en que se exhibe con
soberbia una cruz gamada de medidas a juego. No puede evitar un respingo, y
cruza los dedos mientras echa un vistazo cauteloso a una extensa variedad de
condecoraciones con aguiluchos, cascos con pinta de cocer cualquier sesera -lo
que explicaría un montón de cosas- y chatarra similar. Se marcha casi corriendo
y acaba en una sala donde el busto de un tipo con papada y un bigotillo
ridículo le mira con una arrogancia absolutamente injustificada. Ed lo mira,
tratando de acordarse de por qué le resulta familiar, cuando un abuelete hecho
un cuatro, apoyado en una garrota, se le acerca y señala el busto con actitud
reverencial.
-Menos mal que por fin lo han
puesto.
-Ejum –contesta Ed, sin
comprometerse.
-Después de que quitaran la estatua
de Madrid, se podía esperar cualquier cosa de esos rojos.
-Ya –replica Ed, intuyendo que
quitar la estatua de un tipo con ese careto era, sin duda, una decisión
acertada, aunque eso sea rarísimo tratándose de Madrit.
-Por no hablar de cómo tienen el
Valle de los Caídos –prosigue el carcamal, cuya cara está adquiriendo un
interesante color bermellón, y cuya voz de grajo cada vez suena más alto-, que
están dejando que se caiga a propósito, una auténtica vergüenza.
-Uh –dice Ed, sin poder evitar la
evocación de un lugar yermo repleto de buitres dándose un festín.
A todo ello, el bisabuelo está
enarbolando la garrota con gran entusiasmo, motivo por el cual decide que es
preferible emprender la retirada con discreción, para no alterarle más. Esboza
un saludo educado, pero su interlocutor no se entera, ocupado como está en
aullar contra todos los políticos patrios, desde Recaredo hasta nuestros días,
a excepción del sujeto del busto, que debería haber vivido muchos años más, qué
gran pérdida que nos dejara tan pronto.
Por fortuna, el exégeta del tipo del
bigotillo no le sigue, y encuentra la puerta de salida sin mayores
contratiempos. Casi recibe con alivio la bofetada de calor de la calle, e
incluso el asalto de dos niños que le piden que responda unas preguntas sobre
el museo para un trabajo que les han encargado en el colegio. Responde a boleo,
disfrutando de la seriedad y el afán con que los chicos anotan todo lo que
dice. Al fin, llegan a la última y obligada pregunta: “¿qué es lo que le ha
gustado más?”
Está a punto de contestar que el
aire acondicionado, pero supone que esa respuesta les va a decepcionar, así que
finge pensarlo un momento, y después replica con firmeza: “la sala de las
momias”. Luego, les dice adiós y se pierde calle abajo, buscando un sitio donde
poder tomarse una cerveza bien fría y un bocata contundente -uno de panceta
iría bien-, ante la mirada perpleja de sus entrevistadores.
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